ÁNGEL BRAULIO DUCASSE
Llamaron a su puerta
el 27 de agosto. Dijeron
a su madre, -que salga
Ángel Braulio Ducasse.
-¿Qué tienen contra él, qué es lo que ha hecho?
-Asómese al balcón
si quiere verle vivo por vez última.
Despídase, señora.
Y atado lo llevaron.
-¡Ay, Santísimo Cristo de las Aguas!...
Al camión le empujaron,
como si fuera un trasto carcomido
le encaramaron mientras
le decían: beato,
poeta traicionero, delator.
Miró a los compañeros
de batida, pálido se sentó,
¡motor…en marcha!...¡rápido!
La memoria comienza
a proyectar los recuerdos vividos:
la niñez en la plaza
balbuciendo, aprendiz, contemplador
de vuelos, de silbidos,
de carreras y saltos
hasta la despedida de la tarde.
Las tardes del estío
con los vencejos y las golondrinas
siempre diciendo adiós,
arcos y flechas juntos,
preludio de lechuzas y murciélagos.
Y después del crepúsculo,
la penumbra enseñándole al silencio
su música de sombras,
La oscuridad y el sueño
agazapado en los vocablos.
El alba se despierta
en los barbechos de las sementeras,
alondras y cogutas
dialogan con sus trinos,
y el perdigón subraya el nuevo día.
Ya presiente la herida,
ya va subiendo el miedo a la garganta,
ya la boca reseca
y muda la palabra.
Doloroso es el día que amanece.
El miedo sube al pánico:
¡Señor, Cristo de las Aguas!, si dije
lo que siento, escribí
lo mismo que pensaba,
lo volveré a decir si sigo vivo.
Os dejo mis poemas
y todo lo que he escrito hasta este día,
mi sentimiento os dejo,
también mis reflexiones
del por qué de la vida y de la muerte.
Os dejo las palabras,
la munición que usé para luchar
con mis contradicciones,
mis dudas y mis quejas.
Llegaréis a entenderme en la distancia.
Me siento el heredero
de lo que nunca quise cosechar,
desdén, envidia y odio
Caín en mis paisanos
que me sepultarán en el desprecio.
Llegaron a La Mina,
y bajaron marchitos y sonámbulos.
¡Todos en fila…al frente!
¡Traidores de la patria!
¡Cerrad los ojos!...¡Se acabó lo vuestro!..
¡Dios, Cristo de Las Aguas,
sálvame! ¿por qué me has abandonado?...
El grito traspasó
la línea del espanto…
¡Sálvame, diles Tú que no me maten!
Sonaron los cerrojos.
La última luz tembló sobre los párpados.
Las ráfagas cumplieron
las órdenes del odio.
Llovió sobre la sangre del olvido.
Manolo Romero